Juan leía habitualmente los Evangelios y se había acostumbrado, últimamente, a interrumpir su lectura cada vez que alguien llamaba a la puerta de su casa.
Era feliz en El Cairo. Tras muchos años de esfuerzo, su especialización en la historia del Antiguo Egipto, le había proporcionado la consecución de su sueño: una beca para investigar algunos aspectos poco estudiados de ciertas Dinastías.
En los cinco últimos años, se había integrado perfectamente en su ciudad favorita, en la que había deseado vivir desde su adolescencia. Siempre había admirado a los pueblos árabes y se sentía deudor de los ingentes y novedosos conocimientos científicos y filosóficos que habían proporcionado a la civilización occidental. En más de una ocasión había mantenido acaloradas discusiones con sus amigos por su defensa incondicional de la cultura de estos pueblos.
Juan era cristiano convencido. No tenía ninguna duda de que, siguiendo la doctrina de Cristo, se obtenía un desarrollo personal y una visión de la vida que conducían a la felicidad y la paz interior. También sabía que el respeto y el amor a las personas de distinta ideología, formaban parte de su doctrina.
En los últimos seis meses El Cairo había cambiado. Algunas posturas se habían radicalizado en ciertas mezquitas y escuelas coránicas. Juan veía con preocupación que, algunas personas con las que convivía, habían cambiado su actitud hacia él. Su carácter conciliador le permitía, sin embargo, mantener sus relaciones personales y continuar su trabajo sin dificultades.
Anteayer era sábado y Juan se había quedado en casa recogiendo un poco su mesa de trabajo. Al terminar, y antes de comer, se sentó en su cómodo sillón de lectura a leer algunos pasajes del Evangelio de Mateo, su favorito. No llevaba mucho tiempo leyendo cuando oyó que aporreaban la puerta. La señora que le hacía las tareas domésticas la debió de abrir. Entraron, creo que cuatro personas, yo desde mi ventana de enfrente de la casa de Juan, no lo vi demasiado bien. Juan dejó de leer y metió el libro dentro de un cajón de la mesa. Salió al pasillo y preguntó qué pasaba.
Desde mi casa oía gritos en árabe y frases insultantes a mi vecino. Vi perfectamente cómo él, intentaba razonar con sus “visitantes”. La señora, natural de la ciudad, gritaba y les decía que su patrón era una buena persona, respetuosa y generosa. La golpearon y pensé que había quedado sin sentido porque ya no se le oyó más.
Intenté, desde mi ventana, intervenir en favor de mi vecino. Fue inútil. Pocos minutos después vi horrorizado cómo los cuatro hombres le precipitaban, desde el balcón de la c asa, al vacío. Oí un golpe seco y descubrí a Juan inerte en el pavimento de la calle, sangrando por la boca y las orejas.
Bajé precipitadamente por las escaleras y me acerqué a lo que yo pensaba, era el cadáver de mi vecino. Al agacharme, vi que todavía estaba vivo. Me reconoció y, cogiéndome de los brazos, me aproximó hacia él. Entrecortadamente me dijo que abriese el cajón de su mesa y que entregase a su familia, cuando llegase de España, una nota escrita que había entre las hojas de su libro de los evangelios. A los pocos segundos expiró, murió entre mis brazos. Me quedé consternado y, a pesar de estar rodeado de personas a las que no conocía, lloré amargamente.
Cuando dejé el cadáver en manos de la policía, subí a su casa para cumplir el encargo que me había confiado. Yo soy natural de El Cairo, pero por mi condición de guía turístico, hablo bastante bien el castellano y lo entiendo con soltura. La puerta de la casa estaba abierta y me dirigí a la mesa de Juan. Abrí el libro y cogí la nota que me había dicho. Casualmente, fijé la vista en uno de los párrafos de la página de los evangelios en la que estaba. Lo leí y quedé impactado con su contenido. Decía así: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”.
Al día siguiente vinieron dos hermanos de Juan. Estuve charlando con ellos y les expliqué que habíamos sido vecinos, que teníamos una cierta amistad, que su hermano Juan tenía el aprecio de toda la vecindad y que no entendía cómo podían haber sucedido los hechos del día anterior.
Les entregué la nota. El mayor de los dos la leyó en alto y, al escuchar lo que decía, quedé impresionado. Entre sollozos, el hermano mayor leyó: “Si recibís esta carta, querrá decir que yo ya no estaré entre vosotros. He recibido amenazas de un grupo radical islámico y temo por mi vida. Pero quiero expresaros mi voluntad: amo este país, esta ciudad y a sus habitantes. No guardo rencor a nadie, incluso si alguien me hiciese daño. Los seres humanos podemos estar equivocados pero no, por ello, dejamos de estar obligados a entendernos, por lo que deseché, hace mucho tiempo, el odio de mi interior. Quiero que se me entierre en esta ciudad, mi ciudad, la ciudad de mis sueños. No quiero que mi muerte se utilice como elemento de confrontación. Perdono a los que me ataquen y pido que recéis por ellos…”
Me di cuenta de que el párrafo que yo había leído el día anterior en el libro de Juan, tenía mucho que ver con su nota y me consoló mucho pensar que estaría en su Paraíso, con su Dios.
Ayer fue domingo. Me acerqué a una iglesia cristiana a orar por mi buen vecino. Después, en el último rezo del día, le pedí a mi Dios, Alá, el más grande, que nos proporcione la sabiduría necesaria para evitar que, en su nombre, cometamos actos inhumanos.
Desde que escuché el contenido de la nota de Juan, no he dejado de pensar que, tan necesario es purificarme en la fuente de la Mezquita antes de la oración, como estar en paz con mis enemigos.