Parece ser que estamos en época de cambios. Aunque me pregunto si ha existido en la historia alguna época en la que no los haya habido.
El mundo está en continua evolución, por lo que es evidente que “todo fluye”, como ya afirmó Heráclito hace 2500 años. Si esto es cierto, resulta evidente que las personas, que formamos parte de ese fluir continuo, debemos adaptarnos cada día, cada hora, cada segundo, a los nuevos escenarios que se nos van presentando.
Si nada es estable, “no existe un saber definitivo”. Quiere esto decir que nada ni nadie está en posesión de una verdad absoluta. Incluso las evidencias, o lo que nos parece evidente, no son tales.
Este devenir continuo nos obliga a huir de posiciones estáticas si no queremos estar fuera de la evolución que nos rodea.
Sin embargo, aceptando la proposición anterior, hay algo que sí permanece estable: los valores que cada individuo adopta libremente con el fin de alcanzar el fin último de todo ser humano, la virtud y, como consecuencia, la felicidad.
La naturaleza estática de los valores no está reñida con la evolución. Si los tomamos como referente de nuestros actos y actitudes, nos sirven de guía en el camino emprendido con nuestra vida mortal. Son las señales que nos marcan el rumbo, la misión, por eso permanecen, no se mueven; sin los valores adoptados, nos perderíamos, perderíamos el norte.
Otra cuestión es el juicio o la opinión sobre ellos.
