Más allá de la fe, resulta interesante observar como nuestra sociedad ha interiorizado la alegría de Navidad hasta el punto de institucionalizarla en el calendario y comercializarla ampliamente. Esta notable realidad sociológica resulta fácil de explicar mediante la asociación natural que hacemos del nacimiento de un niño con una profunda alegría. Un nacimiento siempre es una promesa, una expectativa, y es, sobre todo, un gran momento de esperanza y alegría. Siendo además que el Evangelio, aunque se confunde habitualmente con otras muchas cosas, es ante todo Buena Noticia, casa a la perfección en nuestra psicología con la buena noticia de un nacimiento.
No obstante, no ha ocurrido lo mismo con la fiesta de Pascua de Resurrección. En nuestros paradójicos tiempos, proliferan las cofradías y se están recuperando a marchas forzadas todas las tradiciones procesionales de la Semana Santa. Sin embargo, la alegría de Pascua, la alegría del Domingo de Resurrección, la gran alegría de todos los que intentamos seguir a Jesucristo, parece no haber calado entre nosotros con la misma fuerza que el nacimiento del Redentor. Nos felicitamos en Navidad hasta el empalagamiento máximo, pero, más allá de nuestros cristianos más allegados, apenas compartimos la celebración de la resurrección de Cristo.
No cabe duda que detrás de esta paradoja se esconden muchas y complejas razones, pero, sin duda, una de ellas es el miedo visceral que tenemos a la muerte. En nuestra cultura, este terror atávico –antagonista del gozo de un nacimiento- ha construido un tabú que cubre con su manto a todo lo que intente ir más allá de la vida. Un tabú que, como tal, siempre es resultante de una mezcla de miedo y desconocimiento, pero que, en cualquier caso, actúa como bloqueo e impide asumir con naturalidad algunas cosas que deberían serlo.
Aprendemos a convivir con ello, pero morir nos da miedo, nos da mucho miedo, y, por tanto, para poder asumir la muerte con valores próximos a la alegría hace falta el concurso de algo muy poderoso. De hecho, al contrario de lo que ocurre en Navidad, en Semana Santa resulta evidente que difícilmente veremos los intereses comerciales y publicitarios de los grandes almacenes asociados con el recuerdo explícito de un indefenso torturado, masacrado impunemente y ajusticiado sin piedad alguna. Tanta crueldad repele, pero la fe de la Iglesia nos anuncia que la muerte de Cristo no fue en vano. Así como en Navidad vivimos una alegría más sencilla de interiorizar, Pascua de Resurrección nos invita a vivir un paso mucho más complejo de asumir, aunque conduzca a la plenitud de la fe. De todas maneras, si el Evangelio es ante todo Buena Noticia también debe serlo ante la muerte…
Yendo un poco hacia atrás, en el Antiguo Testamento, toda la teología pascual judía se apoya en la obra de salvación de Yahvé en favor de su pueblo. Israel vive una acción salvífica de su Dios que no es meramente espiritual o simbólica, sino que es una liberación real y se da en la historia. Por la mano de Yahvé, Israel vive la prodigiosa preservación de sus primogénitos, experimenta la liberación de su servidumbre en Egipto y escapa, merced al paso del mar Rojo, camino hacia la libertad de la tierra prometida. Desde la contemplación de estas peripecias, podemos ver la pascua judía como la celebración de un paso de la muerte a una vida plena y libre.
Ya en el tiempo de Jesús, en el Nuevo Testamento, este paso –salida y éxodo- queda referido al tránsito de la muerte del pecado a la vida en el mundo del Reino del Padre. Pero con la muerte de Jesucristo podría parecer que todo habría quedado ahí. Uno de tantos hombres buenos que el rodillo de la historia, que manejan los intereses de los poderosos, tritura sin miramientos. La piedra que cerró el sepulcro de un judío llamado Jesús bien podía haber sido el punto final de su relato; pero la historia es también ese territorio en el que de manera misteriosa Dios cuida de los suyos.
En este sentido, el apóstol Pablo apunta directamente a la centralidad de la resurrección de Cristo. Sabemos de la importancia de la Resurrección porque se nos ha enseñado y lo hemos leído muchas veces en el pasaje paulino, pero no debemos olvidar que nos estamos asomando a un gran misterio. Cada vez que intentamos asumir que Dios devolvió a la vida a quien los hombres masacraron estamos ante algo decisivo: “Pero si cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también es nuestra fe” (1 Cor 15,14). Así de radical y directo lo plantea el Apóstol. No admite medias tintas. Por eso, nuestra tibieza en la celebración de Pascua de Resurrección apunta directamente a nuestra fe. Seguramente, como le ocurrió a Israel, para poder confiarnos en Pascua necesitaremos que se abran los mares de nuestra mente para poder cruzar el mar Rojo de nuestros tabús.
En Navidad vivimos de promesas y esperanzas; llegado el Domingo de Resurrección hay que vivir de realidades. Este es el gran paso. Esta es la verdadera Pascua de nuestra fe. Esta es la verdadera victoria de Cristo. Pasemos del imperio del miedo y la muerte, a la alegría de la certeza de la resurrección de nuestro Señor, en la humilde confianza en que resucitaremos también con él. No estamos ante una mera “re-vivificación”, como le ocurrió a Lázaro, estamos ante el verdadero paso a una Vida Nueva. La resurrección de Cristo destruye el poder de la muerte en el corazón de los que le aman y, además, nos muestra la existencia de lo que hay más allá de la muerte.
Después de haber cargado con nuestros pecados, vestidos como peregrinos durante la cuaresma, y de haber vivido el memorial de la Pasión de nuestro Señor, felicitémonos con toda efusividad en su victoria y gocemos de esta gran fiesta que ya está aquí con nosotros. ¡¡Feliz Pascua de Resurrección!!
Enrique Mur Saura
Lcdo. en Teología fundamental
Mbro. Junta de Acción Social Católica