El ACTUAR DE LA MISERICORDIA
Resulta muy inspirador, al finalizar el Año Santo Extraordinario, prestar oídos nuevos a aquellas viejas palabras de Juan XXIII en la apertura conciliar: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad…”. El Papa santo inauguraba de esta forma los nuevos tiempos de la Iglesia de siempre.
Casi cincuenta años después, el papa Francisco, en su primer ángelus, al hilo de un comentario sobre el bien que el libro del cardenal W. Kasper (La misericordia) le había hecho, apuntaba ya hacia la misericordia como tema clave del nuevo pontificado. Y, efectivamente, esta llamada de la misericordia divina al mundo se concretó en la bula Misercordiae Vultus, con la que Francisco I, desarrollando en veinticinco párrafos sus motivos, procedió a la “convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia”.
En el lenguaje común, identificamos “misericordia” con varios aspectos, pero casi todos son más bien cercanos a “perdón”. Esta asociación, aunque siendo cierta, podría privarnos de la profundidad de la sobreabundancia de la misericordia divina. Consciente de ello, el Santo Padre nos dio una pauta explícita ya con el mismo título de la bula jubilar: “El Rostro de la Misericordia”. Dirigió así nuestra mirada no hacia un concepto teórico o rutinizado de misericordia, sino directa y explícitamente hacia el rostro del que “con todos sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios”: Jesucristo.
El para Francisco, que definió la misericordia como “el nombre de nuestro Dios”, nos situó ante un Misterio en el doble sentido del término: algo por conocer y algo que nos sobrepasa ampliamente. De hecho, de la misma manera que no nos es posible entender nada del profundo significado de la misericordia divina sin acercarnos a Jesucristo, no nos será posible vivir ninguna de las sobreabundantes riquezas del Año Santo sin relacionarnos más cercanamente con Cristo. El Papa nos ha llamado así a concentrarnos, a buscar la alegría, la serenidad y la paz que buscamos, “con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso”.
Con este Año Santo, la Iglesia nos conduce, en medio de un mundo en el que muchos ni siquiera se preguntan ya por Dios, a profundizar en la misericordia de Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8), para ser nosotros mismos “signo eficaz del obrar del Padre”. Podemos decir, de esta manera, que viviendo profundamente el Jubileo, nos beneficiamos personalmente, pero principalmente nos convertimos en testigos eficaces de la misericordia divina en este difícil mundo que nos alberga en el comienzo del siglo XXI.
Como nos enseña la historia de la Virgen María, la misericordia de Dios es el presupuesto y el fundamento de toda misericordia auténtica del hombre. Resulta paradójico que la misericordia divina cuente con nosotros para llegar al mundo, pero esto es lo que Dios ha querido. Por eso, la misericordia divina conlleva en nosotros siempre un explícito carácter de respuesta, ya que no es algo propio sino algo recibido gratuitamente para ser dado de forma desinteresada. De hecho, cuando Jesucristo nos dijo que sin él no podríamos hacer nada (cf. Jn 15,5), nos enseñó que todos los lamentos, todas las llamadas de los que como el Samaritano están heridos al borde del camino (cf. Lc 10, 29-37), no son sino anhelos de esa misericordia divina de la que él es rostro; nos estaba enseñando realmente a mirarle directamente a él cada vez que nos horrorizamos al encontrarnos frente a las miserias de la vida. Ser cristiano supone una gran responsabilidad que sólo es asumible desde esta firme conciencia de no estar solos en ella.
Personalmente, como laicos, sentimos que la misericordia divina es también la fuente de la alegría cristiana en medio de las tareas del mundo. La luz de la fe nos permitirá subsistir (cf. Is 7,9) recibiendo esa luz de misericordia que Jesús ha venido a traer al mundo (cf. Jn 12,46) y que brilla en los corazones de los que le buscan sinceramente. Por muy grande que sea la falta, la oscuridad, el dolor, siempre subsistirá la misericordia divina por encima de todo. Pasemos entonces, esperanzados y llenos de esta misericordia que se nos ofrece, por todos los avatares históricos que tengamos que pasar, viviéndolos como vicisitudes de salvación, que seguramente no comprenderemos, pero en medio de los cuales siempre contaremos con la mirada del Rostro de la Misericordia, Jesucristo. Así que, como el buen samaritano de la parábola, practiquemos la medicina de la misericordia y, escuchando el mandato de Cristo, caminemos por el mundo haciendo lo mismo.