Ayer por la tarde, después de un día compartido con varios jóvenes que ya terminaron su recorrido educativo en nuestro Centro, andábamos, ellos y yo, en el mercado de Kelo, intentando finalizar unas compras de materiales necesarios para iniciar una actividad microempresarial que tenemos entre manos. Tres de los jóvenes se adentraron por las callejuelas del mercado buscando el puesto del proveedor de materiales para su taller de costura -ese mercado es digno de verse: espectacular-, mientras, otro de ellos aguardaba conmigo en el coche estacionado en la calle perimetral del mercado, pues dentro del vehículo teníamos toda la compra efectuada durante la mañana en Moundou, que es la segunda capital más importante del país -va después de Yamena, dicen que es la capital económica y hay que suponer que lo será aunque a quienes la visitamos pueda parecernos que es un apelativo demasiado rimbombante para lo que se ve – que dista unos 100 kms de Kelo.
Pues, como decía, estábamos esperando en el interior del coche, en una de mis osadías, con las ventanillas abiertas para no morir de calor. Efectivamente, es bastante osado porque en las inmediaciones del mercado de Kelo, un blanco- aunque sea una persona imperfecta- es un blanco perfecto para el intento de pequeño negocio de los muchísimos vendedores de-ambulantes que, no teniendo puesto fijo en el mercado, buscan por todo el perímetro del mismo cualquier posible comprador. También un coche parado y ocupado por alguien no habitual en la zona es el destino indiscutible de todos los «superpobres» mendigos -porque aquí pobres son la inmensa mayoría aunque no mendiguen-, la mayoría de ellos niños que se acercan con un cuenco a demandar cualquier tipo de ayuda, mejor en metálico, pero también admiten en especie. Normalmente, ese osado pero inevitable escenario cuando debo ir al mercado se me hace muy penoso porque, por una parte, no tengo más remedio que intentar librarme de ese acoso, vendedor tras vendedor, pedigüeño tras pedigüeño, y, por otra, se me parte el corazón al ver a unos y a otros implorando ayuda y, generalmente, no poder dársela so pena de desencadenar un proceso que termine conmigo mendigando en poco tiempo.
Ayer, en la media hora de espera, se nos acercaron primeramente varios vendedores, luego un mendigo que estaba bastante bebido, luego un grupo de unos 6 u 8 niños que, además de pedir, entablaron un sencillo y entrañable diálogo con nosotros y hasta se montaron en el balde del coche. Cuando pudieron comprobar que solo recibirían conversación se retiraron pero no muy lejos, iban y venían. Llegaron después dos niñas vendedoras de tarot cocido -una especie de tubérculo como un batata pequeña- a 25 francos la unidad. Los portaban en una bandeja que llevaban en la cabeza con una destreza que parece normal aquí pero que en España nos permitiría salir en la tele. Tendrían entre 10 y 12 años y eran guapísimas. Fueron ellas las que se lanzaron a conversar con nosotros. Hablaban mal el francés, casi peor que yo, así que mi joven acompañante nos hizo de traductor hablándoles y oyéndolas en gambai, que es una de las muchas lenguas tradicionales que, casualmente, hablaban bien los tres. Me preguntaron mi nombre, mi procedencia, qué hago aquí… yo hice lo mismo con ellas. Dieron por hecho que les compraría tarot así que me entregaron unas 8 o 10 piezas. Mi joven amigo se comió una y yo otra: me resultó algo insípida pero no estaba mal y tiene efecto saciante. Llamé a los niños mendigos y repartí las piezas de tarot que quedaban: locos de contentos se pusieron y no nos dejaron ya hasta que nos fuimos. Una de las niñas nos dijo que era huérfana de padre y madre, la otra solo de padre. Los tarots los habían cocido ellas mismas. Estaban apuntadas, pero no iban mucho a la escuela. Y cuando les hablamos de nuestro Centro nos dijeron que querían apuntarse y venir con nosotros. Les indiqué que tendrían que ir a la parroquia -que por cierto está muy cerquita del mercado- y hablar con el cura. El joven antiguo alumno no dejaba de animarlas a que lo hicieran y de contarles con rapidez y exhaustividad las excelencias del Centro, casi memorísticamente, como si de otro vendedor se tratase, pero con evidente corazón y emoción.
Yo estaba también algo emocionado por el panorama conjunto que se presentaba ante mí. Esos niños, esas niñas, estos jóvenes, esos vendedores, esos mendigos superpobres, aquél pobre y desgraciado borrachito. Hoy que lo escribo y lo he orado, lo estoy bastante más.
Doy gracias a Dios por esta hermosa vocación, tan necesaria en cualquier parte, pero hoy, yo siento que aquí lo es todavía más. Y estoy feliz y diciendo : habla, Señor, que tu siervo escucha.