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sábado, noviembre 23, 2024
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Grandeza y misión

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José Ramón Auría Labayen

En el artículo que escribí hace unos días sobre el papa Francisco, intentaba reflejar, desde un punto de vista muy personal, mis primeros conocimientos sobre la personalidad y el pensamiento del nuevo santo padre.

Ahora quiero plasmar mis impresiones, experiencias recientes sobre el fondo de lo que intuyo va a ser el pontificado del papa argentino. Pido comprensión de antemano porque no puedo dejar de ser subjetivo.

Milagro del cangrejo. San Francisco de Javier. Retablo Mayor de la iglesia de la Compañía de Jesús. Cáceres.

Francisco I reconoce la importancia del legado cultural y antropológico de Europa en América, y, en concreto en Argentina, su filiación hispana; pero se nota que es de otro continente. Conoce la labor misionera con la que la Iglesia debe encarar, de una vez por todas, la difusión del Evangelio y la nueva evangelización.

Esta vieja Europa no cesa de mirarse al ombligo de caducas ideologías que la han desmantelado, en un par de siglos, de muchos de sus valores y fundamentos, ya sean culturales, religiosos, filosóficos o artísticos. A lo que se podrían añadir los económicos. Ignacio Ramonet, persona libre de sospecha filocristiana, comentaba en la revista Le Monde Diplomatique que un informe elaborado para el presidente Obama describía la decrepitud acelerada del antiguo continente y el relevo que toman los llamados emergentes.

Es más, entre los católicos da la impresión de que estamos enganchados en discusiones permanentes sobre el ser de la Iglesia, de Jesucristo, de la estructura eclesiástica y mil temas de los que podemos denominar “sexo de los ángeles”. Quiero ilustrar esto con una anécdota vivida en primera persona.

Asistía hace unos meses a una mesa redonda sobre el papel de la mujer en la Iglesia. Estaba representada lo que hoy denominamos “todas las sensibilidades”. Cerró el último turno de intervenciones una participante que se definió como feminista y teóloga (o teóloga feminista, no recuerdo con precisión). Había cierto tono quejoso en sus palabras: transcurridos tantos años  desde el Concilio, la mujer seguía postrada por la estructura patriarcal eclesiástica; manifestó que no le importaba la escasez de vocaciones religiosas y sacerdotales; incluso, no le preocupaba lo más mínimo si no había sacerdotes…

Concluida la intervención, la moderadora invitó al público a participar con un turno de preguntas. Quien planteó la última cuestión fue una señora ya mayor. Contó que su nieta, de diez años, le había preguntado a dónde iba; ella le contestó que a una conferencia sobre la Iglesia y la mujer. La niña le respondió que a ella no le comiera el coco con esas cosas, porque era atea y no creía en Dios ni en nada de eso. La preocupada abuela preguntó a la feminista: “¿qué se puede hacer para transmitir la fe?”

Es que esta es la clave de la misión de la Iglesia. Sería de una irresponsabilidad supina no reconocer que las estructuras, las funciones, los cargos, las personas, no son mejorables (el papa recordó a los sacerdotes, y, por extensión, a todos los católicos, que no son funcionarios). Pero hay que reconocer que estamos obligados a ir a las fuentes, retornar a los orígenes, con humildad y con deseo de regenerarnos y reformarnos. Es una pena, o una enfermedad, ir a las fuentes buscando adaptarlas a nuestros intereses e ideologías.

El papa Francisco sabe que la Iglesia debe ser misionera para transmitir el mensaje liberador de Jesús.

Aludí en el anterior artículo lo asumido que está emocionalmente la eliminación de los más débiles, ejerciendo despóticamente una selección darwinista bajo coartadas morales y legales, como son la compasión hacia el enfermo o diferente, la libertad de decidir o la manipulación de la ciencia.

Junto a estos argumentos, la realidad de la grandeza del ser humano. Narro otra anécdota.

Un domingo de Pascual, en la iglesia de un hospital, el sacerdote que oficiaba la Misa hablaba de cómo se palpaba el amor en las habitaciones y pasillos de un hospital, la presencia de Cristo doliente junto a los enfermos, el cariño y el sacrificio de los familiares. Ilustró esta situación con un ejemplo.

Una chica cuidaba a su madre con alzhéimer. Estaba la enfermedad en la fase que sólo muy de vez en cuando permite a la persona que la padece tener destellos de consciencia. La madre no paraba de dirigirse a su hija: “Madre mía, madre mía…, sí madre”. La hija, con dolor e impaciencia, le contestaba: “Que no soy tu madre, que soy tu hija. Tú eres mi madre, no yo”.

Quien haya conocido a alguien que padece este mal sabe lo duro que es el minuto a minuto, el día a día de convivencia con estos enfermos. Así, la madre de la chica seguía con su cantinela. En un momento, la buena hija le preguntó: “¿Por qué me llamas continuamente madre?”. Y recibió estas lúcidas palabras: “Porque sólo una madre puede cuidarme como tú me cuidas a mí”.

El papa Francisco está muy cercano a esta forma de entender la vivencia del ser humano. Amor, compasión y ternura hacia nuestro prójimo, y grandeza del alma que es capaz de amar así. Coherencia de pensamiento y vida.

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